Agua

Íbamos a la montaña a tomar algunas fotos, para mandarlas a un concurso amateur que se organiza este mes en la comarca.
Desde que empezaron nuestras salidas fotográficas yo quería aprovechar la ocasión para ir a un sitio adonde me llevaron hará unos cuatro años, pero no conseguía recordar como llegar.
Al salir de la rotonda vi un autoestopista, y le paré. Alguien podría tomarme por loca, pero subo o no a los autoestopistas en función de mi pura intuición. Este concretamente llevaba una melena muy larga, un sombrero de lona, una bolsa en bandolera. Un auténtico hippy.
Iba al mismo pueblo que nosotros y se me ocurrió preguntarle por el lugar que andábamos buscando. Nos dejó justo en la entrada de la pista forestal que conducía a aquel mágico rincón, y con todo lujo de detalles me indicó cómo llegar desde allí.
En el camino encontré a una conocida, a quien hacía tiempo que no veía. Estaba cambiada, como si hubiera madurado de repente. Recordé su casa en lo alto de una loma, con sus cabras, sus gallinas, sus ovejas, su caballo, su huerto…. y pensé que debía volver allí también, pronto. De hecho luego me di cuenta que la misma pista forestal lleva a esa casa si en un momento determinado tomas un desvío.
Un poco más tarde llegábamos a Can Blanch, en un despiste, la casa donde se originó la leyenda de la “dona d’aigua ”, la leyenda que tiene lugar justo en el rincón que queríamos visitar.
Me bajé del coche y entré a preguntar. Pasé primero por una auténtica plaza, con corrales a la izquierda, donde reposaban algunas máquinas viejas, y un destrozado Jeep. Al otro lado había una pequeña puerta de cristales con muchas macetas de flores, y un poco más allá una pequeña ermita.
Podría haber preguntado en aquella puerta, pero mis pasos me llevaban a la entrada principal.
Unas niñas y una adolescente jugaban en un hermoso jardín. Pregunté, y me aconsejaron que llamara a la casa grande.
El timbre sonó en el interior de un hermoso caserón, una auténtica masía señorial, con la puerta de la ermita justo al lado, luciendo unas flores rosadas.
En la penumbra se veía un espacioso recibidor, y una sala grande con una estupenda lámpara de globos de cristal, muy antigua. Todo lo que contenía esa casa llevaba allí muchísimo tiempo, pero estaba bien conservado y daba una extraordinaria sensación de calidez.
“Ya voy” . Oí una voz dulce y prudente que contestaba.
Enseguida me abrió una mujer menuda y morena, con la carita de una muñeca de porcelana, que se apoyaba en un bastón.
Me presenté, y ella me explicó, con la voz cantarina como una fuente, dónde estaba el lugar. Se sonrió traviesa al decirme que era muy normal que me hubiera extraviado, y luego me aseguró que en el lugar ya no había agua, sólo las piedras.
Cuando yo le conté que unos tres años antes aún caía agua hizo un gesto con la mano y me contestó mirando al vacío que la sequía era terrible.
Mientras hablábamos, salió otra mujer de la casa, alta y esbelta, con el pelo blanco y rizado, aire decidido y sin embargo andares suaves.
Qué amables fueron, que hermosas eran.
Me fui de allí con una sensación agradable pero muy extraña. Caminé hasta el coche y le conté a Sergio lo que me había dicho aquella mujer.
Aparcamos el coche al llegar al río y nos desviamos a la derecha, donde encontramos una pista secundaria que estaba cerrada al tránsito con una cadena. Yo no recordaba nada de la primera vez que estuve allí, y me extrañaba.
Bajamos hacia el río por una pendiente, y aunque no era ese el lugar, descubrimos otro bonito rincón. Aquellos parajes están lleno de ellos, y gracias a Dios poca gente los frecuenta.
Desde allí mismo, descalza, entre el riachuelo y las piedras, arañándome con las zarzas que se me pegaban tenaces a los pantalones arremangados, avancé siguiendo el curso del agua, y di con las rocas que señalaban el salto de agua.
Cuando llegamos allí lo reconocí todo al instante, y sentí una gran satisfacción. No estaba seco. Me eché a reír y le dije a Sergio que aquella mujer era una mentirosa. Luego me desnudé y me fui a recibir el agua que cae de las rocas con fuerza, gritando como una niña, por el frío y la impresión, gozando lo indecible, lavándome, alimentándome, fortaleciéndome, vibrando.
Se que hace años el caudal era mayor, y la cascada naturalmente más espectacular, pero sigue habiendo agua, sigue siendo un lugar mágico, con leyenda o sin ella.
Ya lo he encontrado. Ahora puedo volver, siempre.
Y ahora se que las dos mujeres del caserón son mujeres de agua, dos hermosas y amables mujeres de agua, auténticas. Gracias.